Un nuevo mandamiento: No funarás a tu bro
En el que hablamos de neolenguas ramoncinas, de peleas entre influencers y de barbos que, sorprendentemente, no son peces.
A partir de cierta edad, inevitablemente te conviertes en Steve Buscemi paseando por el instituto y preguntando a los chavales si el fin de semana lo pasaron fetén, si han ligado cantidubi o si les ha molado ‘Poker Face’. Cuando eso me pasa, siempre tengo cerca a David Lorao, aka @Goonielor. Se trata de un maño joven y trabajador que acaba de publicar una novela de cierto éxito, ‘Al filo del ocaso’ -una mezcla entre Dick Tracy y Batman ambientada en el Oeste-. David es mi joven de referencia desde que el resto de mis jóvenes de referencia empezaron a hacer viajes por sorpresa a Turquía, meter dinero en fondos de pensiones y celebrar comuniones.
Lorao, que también tiene un canal de Youtube y el resto de accesorios habituales en los jóvenes comunicadores de su edad, me llama ‘bro’ desde que nos conocimos. Reconozco que me sorprendió fuerte, dado que es un apelativo que para mí es extremadamente cariñoso y que nunca he usado a la ligera. Antonio Lorenzo, sagaz periodista de El Economista al que en parte debo mi carrera, es una de las pocas personas a las que se lo llamo. Quiero mucho a mucha gente. Sin duda también a ti, avezado suscriptor. Pero no es algo que haya usado mucho.
El caso es que, a partir de ese momento, supe que el mundo volvía a estar lleno de bros. Un vídeo reciente de Iñaki Angulo, el joven comunicador de pelearse con gente por cosas del Real Madrid, se hizo viral por el típico ‘beef’ con otro influencer, supongo que del Barcelona. La típica guerra que se desarrollaba:
-Te parecerá normal que tu equipo haya pagado durante años al vicepresidente del Comité Técnico de Árbitros. Vergüencita os debería dar a los culés, que os han desmontado el relato.
-Esto… ¡Florentino! ¡Franco! ¡Ciudad Deportiva! ¿He dicho ya Franco? ¡Parking en el Bernabeu!
Angulo, por supuesto, llamaba “bro” al culer como trescientas veces por frase. No sonaba cariñoso.
En España, ‘Bro’ no ha dejado de crecer de forma sostenida en Google Trends, con un pico absoluto justo hace un año, en octubre de 2022. Soy incapaz de decir a qué se debe. Pero Mtmad, la marca de contenidos influencerriles de Mediaset, acaba de lanzar un videopodcast llamado ‘Te entiendo, bro’, en el que junta a cuatro hombres con de ellos un punto de vista diferente, siempre que sea el punto de vista de gente joven, guapa y, en su mayor parte, exfutbolista. Participan Noel Bayarri, Diego Matamoros, Jay Mengeli y Tote Fernández. Al menos me han servido para descubrir que hay gente que utiliza ‘barbo’ no para referirse a un pez cipriniforme, sino al masculino de ‘barbie’. Estoy fuerísima. Fuerísima, pero de chill (¡qué joven soy!).
Y, por supuesto, en español hemos llegado tarde a esta tendencia. O, en el mejor de los casos, la estamos resucitando. Porque, reconozcámoslo, nuestro idioma suele ser, a su vez, el Steve Buscemi del inglés.
En Slate, hace ya una década, se hablaba de cómo el término bro estaba tan saturado en EEUU que podría no durar demasiado.
Era una expresión que había empezado a generalizarse para hablar de la cultura machistorra. En música, había hasta ‘Bro Country’. Cuando pensabas en el término te imaginabas inevitablemente a señores con la gorra dada la vuelta. Habían surgido ‘portmanbros’ como ‘bromance’ o ‘Broseph Stalin’. Quienes escribíamos sobre la cultura tech no podíamos ignorar las acusaciones de ‘bro culture’. Y así todo el rato.
En el artículo de Slate, el profesor de la Universidad de Pittsburgh, Scott Kiesling, consideraba que una de las diferencias del término frente a otros como ‘dude’ es que éste se utilizaba para describir a un tipo de persona en concreto y había absorbido demasiadas connotaciones como para seguir siendo utilizado durante mucho tiempo de forma masiva.
Curiosamente, el término ya estaba chetadísimo ((¿habéis visto? ¡Lo he vuelto a hacer! Soy JOVENCÍSIMO) en el habla culta a mediados y finales del siglo XIX. Lo comentan en Slate, pero hasta en el diccionario Collins, el único con nombre de perro mayordomo, se pone de manifiesto.
Los movimientos proderechos civiles lo utilizaron activamente en los 60, aunque durante todo el siglo pasado estuvo en el slang de la población negra, procedente de su uso en la iglesia, y volvió a ser apropiado y reinterpretado por el resto de la población en los años siguientes, con un pico fuerte en los años 80, cuando la cultura hip-hop recibió un importante espaldarazo por parte de los medios que nos llevaría hasta hacer el Bartman.
En Slate citan a Bakhtin afirmando que todo género termina convirtiéndose en una parodia de sí mismo, y sugieren que algo así podría pasarle al ‘bro’. No se equivocaban mucho, si pensamos que en ‘Sólo asesinatos en el edificio’ uno de los personajes tenía una vieja serie de superhéroes llamada ‘CoBro’. Interpretada por el protagonista de Ant-Man —lo que sugiere también una crítica hacia la supuesta decadencia de los supes de la que podremos hablar en otro momento—.
En estos casos tiendo a pensar que, cuando algo se populariza de verdad entre los hispanohablantes es que todavía le queda un tiempo de gloria hasta su muerte, o hasta que vuelva a reivindicarse en el mundo sajón.
Pero mientras el jurado delibera sobre si el término ‘bro’ ha regresado, ha resucitado o da sus últimos coletazos, ahora en nuestro idioma, me fascina aún más el florecer de un término que ha venido para quedase: “Funar”.
El funar se va a acab… nah, acaba de empezar.
Funar, en la acepción original, viene de un término de uso en Chile para referirse a “organizar actos públicos de denuncia contra organismos o personas relacionados con actos de represión delante de su sede o domicilio”. Suena un poco a “escrache”.
Pero, en su acepción más moderna, prefiero la definición de Lorao: “Funar es como cancelar, pero menos”. Y sí, me encanta el concepto de ‘cancelación light’ porque retrata cosas que vemos cada día.
Frente a la llamada “cultura de la cancelación”, con situaciones en las que se pide o consigue el final social de determinadas personas por opiniones expresadas fuera de los cauces de la normalidad cultural imperante en un momento dado, o por hacerse públicos hechos, pasados o presentes, judicializados o no, que los convierten en parias durante un periodo indeterminado, el “funar” tiene una ventaja fundamental en sus límites. Es algo que te pasa y que se pasa. Te molesta, pero no te hunde.
Es muy molesto escuchar a gente diciendo que les han cancelado desde la portada de los medios, desde los escenarios o desde las colaboraciones que no han dejado de cobrar. Y nunca me ha parecido correcto. Si quieres escapar del meme del libro sobre la cancelación que está en el escaparate de la librería, recurre a “funar”, “funa” o “funado”.
¿A Ramón Álvarez de Mon le sale una pestaña polémica de Aitana? Pues le funan. ¿Víctor Palacios e Iñaki Angulo se enzarzan? Funados los dos, uno por Twitter Madrid y otro por Twitter Barça. ¿Invitas a tu podcast a una persona que en el pasado dijo algo tránsfobo? Funado. ¿Dices cualquier cosa sobre el conflicto palestino-israelí en el que pongas el más mínimo énfasis en apoyar a una de las dos facciones sobre la otra? Doble de funado. ¿Haces una reseña racista de Blue Beetle? Ya viene a rondarte la funa. ¿Un concursante de Gran Hermano pasa por un mal momento? Que llamen a Luis de Funes. Si no te han funado, no has importado.
Es más proporcional y evita la sobredosis de cancelaciones meh, algo que me parecía entre necesario e imprescindible.
Lejos de mi intención intentar convertirme en el Ramoncín de los neolenguajes de la generación de los Skividi Toilets. Pero es el problema de escuchar a mis hijos cuando hablan. ¿Sabéis que mi hija dice que cuando pongo tres puntos al final de una frase parece que estoy triste? Son cosas que me tienen loco pero a las que tengo que adaptarme. Todo para que los amigos de mis hijos, inevitablemente, terminen mirándome con desprecio y pensando: “Ah, otro viejo haciendo como que sabe de lo que habla”.
Afortunadamente, la juventud se cura con el tiempo. Estoy leyendo el magnífico recopilatorio ‘Para ti, que eras joven’, de Manel Fontdevila y Albert Monteys. Por las referencias constantes no dejo de pensar en que, mientras lo dibujaban, Facebook no era un vertedero de señores ancianos zampando mensajes ultraderechistas y contenido clickbait. Era una red medio de jóvenes que montaban granjas y se recordaban mutuamente los cumpleaños, e incluso había noticias de verdad sueltas por ahí. Y digo “medio de jóvenes” porque, incluso entonces, los jóvenes de verdad eran de Tuenti, una red social que hoy es, estrictamente, otra forma de decir “veinte”. Lo único que parecía de señores aún más mayores era Keteke. Básicamente porque apenas llegaron a utilizarlo durante más de dos días los empleados de Telefónica.
Cada día que aprendo una nueva palabra para plantar cara al hecho de que cada día tengo la muerte un poco más cerca pienso que, al menos, sigo con fuerzas para intentar mantenerme al día y me pongo en la piel de la grandísima Judith Light disfrazada de extremista en Poker Face. Ansío que me pregunten por Euphoria para poder decir: “¿La serie en la que un puñado de mocosos creen que se han inventado el folleteo?”.
Siempre le digo a mi mujer que nunca la dejaría por una chica mucho más joven porque me daría cosica hacer guarreridas con alguien que no entiende por qué digo “guarreridas” como si me doliese la espalda, moviendo los pies como un zombie de Romero y añadiendo a continuación las expresiones “NOORL” o “NO PUEEEDOR”. Los festivales de música de cuyo nombre me acuerdo probablemente ya no se llevan o han desaparecido. El otro día me dijeron que era extremadamente popular una cantante de la que jamás había oído hablar y que se llamaba como si la novia de Popeye le dejase por un jugador del Real Madrid.
Lo único que me consuela es que la entropía nos tiene a todos agarrados por las gónadas, que todos los “jóvenes” de Sex Education están ya rozando los 30 y yo, con 46 primaveras, no parezco mucho más mayor que Arteche con 26.
Podría ser peor.