Nuestras anclas
En el que reflexionamos sobre las cosas que nos hacen avanzar, las que nos ayudan a cambiar y las que nos frenan.
Los griegos usaban cestas con piedras y hoy utilizamos las Danforth. Pero si tienes un barco necesitas una o varias anclas para que no te lleve la corriente. Está todo bastante inventado. Y las personas también sentimos esa necesidad. Cuanta más agitadas están las aguas, más tentación tenemos de aferrarnos a algo, a buscar elementos de apoyo para que la incertidumbre sea menor.
Me pasa algo raro con los puentes. Me hacen sentir mal, por más que mi amigo The General se pueda reír de mí. Le aclaro desde ya, y a todos los ingenieros en la habitación, que tengo plena confianza en que su estructura resistirá. No es eso lo que me asusta. Me asusto yo. Me da miedo que algo me haga querer saltar en un momento dado.
No me entendáis mal. He estado lo bastante cerca de gente con problemas de salud mental e ideaciones suicidas como para tener claro que no es mi caso. Amo fuerte la vida y no pienso en la muerte como una salida. Todo lo contrario. Pero el vértigo está ahi. No tengo miedo a que me empujen ni miedo a que el puente se caiga, pero sí me aterra que algo dentro de mí se rompa, repentinamente, y me precipite al vacío. Así pues, agradezco las barreras físicas y me encanta que las ventanas de nuestra oficina, en un séptimo piso, no se abran del todo. Son anclas.
Hasta hace poco, me pasaba algo similar con Star Wars. Era un ancla con mi infancia. Durante años me he preciado de ser un fan de la imaginería galáctica inventada por George Lucas y muchísima gente de una creatividad fascinante entre finales de los años 70 y principios de los 80. Crearon un universo interesante y nos llevaron a vivir allí durante una temporada.
Sin embargo, con casi 45 años, Star Wars ha dejado de interesarme. Me sigue gustando la trilogía original, desde luego, pero de las nueve películas de la saga me siguen interesando las tres que me gustan desde hace treinta años. Me cuesta reconocer que se rodaron las precuelas, de malas que eran, y no guardo ningún afecto por las secuelas.
Hay cosas de Solo o de Rogue One que no me cayeron del todo mal y la primera temporada de El Mandaloriano me parece muy redonda. Pero ya soy mayor para amar de verdad el universo post-precuelas de Dave Filoni. A estas alturas de mi vida, decir que soy un fan es mentir. En algún momento, mi amor por Star Wars dejó de ser un ancla y se convirtió en un lastre. Empecé a estar amargado porque la saga no estaba a la altura de mis expectativas. Y cuando reflexioné sobre ello, decidí que lo que soy no tiene por qué depender de lo que fui. En ese momento, y no antes, fui libre. Pude ver Obi-Wan junto a mi mujer y disfrutar no de la serie, pero sí de su sonrisa mientras la vemos.
Nuestras decisiones
¿Cuántas de nuestras decisiones se basan en lo que es mejor para nosotros y para los nuestros y cuántas tienen que ver con una visión preconcebida sobre qué es lo que supuestamente deberíamos ser? ¿Cuántas con el análisis de la realidad y la búsqueda de soluciones reales apoyadas en datos y cuántas con la nostalgia por el pasado y una imagen anticuada no sólo de lo que queremos ser sino de lo que en realidad somos?
Las anclas son imprescindibles. Nuestros padres, cuando tenemos la suerte de que nos acompañen en el camino, son anclas. Como también lo son nuestros hijos o nuestros hermanos. Hay gente que cree vivir sin ellas, pero a veces incluso la libertad más radical puede ser un ancla. Tenemos, sin duda, anclas en nuestros pueblos. Recientemente, Eurocaja Rural lanzó la campaña #TeLoPideTuPueblo 💚. Se trataba de un proyecto para reivindicar “las experiencias únicas que viven las personas en los pueblos y la importancia de evitar que se pierdan esos pasajes vitales debido al éxodo rural y la despoblación, de modo que las nuevas generaciones también las puedan experimentar en el presente y futuro”.
Acompañamos hace unos años a mi suegro al pueblo donde se crió de niño en Salamanca y sentí esa conexión. La misma que Aquarius también reflejó en su campaña Pueblito Bueno.
Pensar en esto me recordó algo que me dijo una compañera sobre ciertas reivindicaciones sobre el ferrocarril. “Es normal que la gente se aferre al ferrocarril convencional, aunque tenga el AVE cerca, porque para mucha gente es un cordon umbilical. No lo usan, pero tampoco quieren perderlo”.
Uno de los retos para un futuro en el que los recursos públicos no van a dejar de ser limitados pasa por compatibilizar el derecho irrenunciable a la movilidad en todos los territorios, pero entendiendo que la planificación del pasado no necesariamente responde a las necesidades reales del presente y del futuro. Es verdad que, en lugar de subirte al fenómeno de la nostalgia, juegas en su contra. Pero a favor de la gente.
Afortunadamente, vivimos en un mundo en el que los avances tecnológicos permiten cosas hasta ahora impensables a la hora de entender y aplicar la asignación de recursos, apoyadas en grandes volúmenes de datos estructurados y desestructurados. Y estoy convencido de que esto nos va a llevar a una edad de oro de la movilidad. Una en la que el modo ferroviario será fundamental, pero que irá acompañado de nuevas formas a demanda cada vez más eficientes.
Son cosas que, por supuesto, se les ocurren sólo a quienes no están anclados en el pasado y quieren pensar en los retos que hay por delante. ¿Sabéis quiénes eran también nostálgicos? Los luditas. Y no eran sólo británicos. En 1821, alrededor de 1.200 campesinos y jornaleros que cardaban e hilaban en sus hogares asaltaron Alcoy para destruir 17 máquinas. Que entienda los motivos de lo que hicieron no quiere decir que tuvieran razón.
Buena parte de los debates sobre movilidad en zonas rurales tienen su origen en ignorar una verdad difícil de rebatir. La fiebre por el vehículo privado no fue responsabilidad de unos pocos sino de todos nosotros, como sociedad. Yo no había nacido cuando ya estaba todo el pescado vendido. A mediados del siglo pasado, los españoles nos entregamos al coche en masa y planificamos todas las infraestructuras en función de dicho cambio, dejando de lado todas las demás. Mi amiguete Fernando de Córdoba encontró un libro sobre las grandes obras en la etapa de Álvarez del Manzano en Madrid y sus conclusiones son muy interesantes. No se mencionaba a los peatones. Ojead el hilo.
Si alguien, de repente, prohibiese el vehículo privado, quizá yo aceptaría revisar toda la ecuación. Pero lo cierto es que ya cuesta bastante contener su crecimiento en las ciudades, mediante la creación de zonas peatonales y ZBE, como para pensar que vas a dar completamente la vuelta a la situación con fórmulas que han demostrado ser menos competitivas.
La tesis de Cars
Se ha especulado mucho sobre si las grandes infraestructuras son capaces de frenar la despoblación. Y he leído de todo al respecto, a favor y en contra. En estos momentos, tiendo a creer en la tesis de Cars. Las grandes vías pueden ayudar a los núcleos medianos, pero los muy pequeños tienden a sufrir en consecuencia, ya que dejan de ser lugar de paso. Por eso, en lugar de vivir de las escalas, tenemos que pensar en los nodos.
Es crucial facilitar la movilidad para todos los ciudadanos, vivan donde vivan y con independencia de su edad. Y entendería cualquier forma de rebeldía contra quienes no hiciesen ese esfuerzo. Pero luchar únicamente a favor de un modo concreto de transporte sin entender el gran cuadro multimodal que tenemos por delante y los usos reales que pretenden los ciudadanos, es un error. Me enfrentaría a quienes me dijesen que el coche es la única solución para todo, que el taxi es la única solución para todo o que Cabify es la única solución para todo. Porque el populismo consiste en encontrar soluciones sencillas a problemas complejos. Un buen gestor debe defender las soluciones complejas a problemas difíciles, basándose en datos y buscando optimizar los recursos disponibles. Desde el punto de vista de la movilidad, no podemos defender las cosas que se diseñaron para prestar servicios hace un siglo, cuando no había coches, móviles, Blablacar, autobuses con tablets en el asiento, Alta Velocidad o aerolíneas de bajo coste.
¿Qué creo que es realmente útil para evitar la despoblación? Pues lo mismo en lo que pensaría en caso de irme a vivir a cualquier sitio que no fuese Madrid con mis hijos. Una combinación de movilidad, servicios, educación, sanidad y, por encima de todo, telecomunicaciones. Cuando se produjo la pandemia y mucha gente quiso irse a los pueblos, Telefónica notó que se disparaba la demanda de sus servicios rurales y pensó en otros nuevos.
La importancia de las telco
Creo que para ello será crucial elevar la velocidad del servicio universal a 10Mbps, como prevé la nueva Ley General de Telecomunicaciones, y que pasará a 30Mbps desde 2030. ¿Lo más interesante? Es algo que se hace con distintas tecnologías. Y, por sorprendente que os resulte, nadie crea plataformas ciudadanas en defensa del cobre, del 2G o de las cabinas. Todo el mundo entiende que lo importante es que el servicio se preste. Y el plan es que el servicio universal sea necesario para muy pocos españoles porque la alta velocidad a 100Mbps esté al alcance de la mayoría.
Esto se debe al ambicioso Programa de Universalización de Infraestructuras Digitales para la Cohesión (UNICO), responsable de las convocatorias destinadas a llevar a casi todo el mundo la banda ancha ultra ancha y el 5G. La primera convocatoria, resuelta en diciembre, concedió ayudas por casi 250 millones para llevarla a más de un millón de hogares y empresas en 4.500 municipios. Y estamos en plena consulta pública para el programa UNICO-Demanda Rural, con una dotación de 73,3 millones de fondos europeos para llevar a más poblaciones la banda ancha ultrarrápida, con 100Mbps de bajada, 5Mbps de subida, 17,6 euros de precio mayorista máximo, una latencia máxima de 300 ms y la obligación de prestarlo a cualquier operador que quiera ofrecer servicios minoristas. Por supuesto, también se hará bajo el principio de neutralidad tecnológica. Lo importante es que se preste el servicio, no cómo se haga. Dogmatismos, los justos.
A partir de cierto punto, conviene pensar en cuáles son tus anclas y cuáles tus lastres. E incluso pensar si tus acciones sirven de ancla a los demás o les frenan. ¿Estás pensando en mejorar la vida de la gente y buscar soluciones o sólo estás pensando en que las cosas sigan siendo como las recordabas? Porque la nostalgia está muy bien para Stranger Things, pero es una trampa peligrosa si la aplicas a tu vida cotidiana. Lamentablemente, no mucha gente está preparada para hacer ese análisis. Hay gente que piensa que estábamos mejor cuando no había negros en Star Wars, lo que demuestra que el límite de la estupidez humana es incognoscible.
Porque, para colmo, el pasado no era ninguna maravilla. Nos acordamos de él con ilusión porque éramos jóvenes. Y ser joven tenía su punto. Pero por cada nostálgico de la Movida tengo una historia con un drogadicto robándome las zapatillas o empujándome por unas escaleras para robarme la riñonera.
Entiendo, como os dije, que ver las cosas con una cierta altura de miras da vértigo. El futuro asusta. La vida no es un camino de rosas, precisamente. ¿Mi consejo? Utiliza las anclas que consideres necesarias para mantener tu cordura, tu buen humor y tu sensatez. Pero no seas un lastre para tu propio crecimiento. O el de los demás.