La singular vida de Lomen
Utilizando como excusa un estupendo documental de Netflix, escribo sobre mi hermano, sobre la pérdida y sobre las máscaras que elegimos.
Mi hermano se hacía llamar ‘Lomen’ en Internet. Hace años le pregunté qué significaba y me dijo que era un resumen de “lo menos”. Lo menos. Siempre me di de cabezazos con eso y nunca conseguí que lo cambiase.
Justo antes de escribir estas líneas he terminado el documental ‘La singular vida de Ibelin’ en Netflix. Habla de un chico noruego, Mats Steen, que encontró en el World of Warcraft un sentido a su vida, amor, amistad, propósito… Sólo tras su muerte entendieron sus padres quién había sido su hijo en realidad.
Por supuesto, lloré desde el principio hasta el final. No porque estuviese condicionado en esos días para encontrar un parecido entre Mats y mi hermano, sino porque entre el segundo aniversario de su muerte, las imágenes de la DANA y una semana positiva pero muy compleja tanto en el ámbito profesional como en el personal, los sentimientos han terminado desbordándome.
Se me acusa a menudo de ser demasiado optimista y poco emotivo. Lo cierto es que, en una metáfora lamentablemente actual, me gusta pensar que me parezco bastante a una presa. Estable, firme y con tendencia a soltar agua cuando hace falta, pero siempre intentando proteger los pueblos cercanos. A veces lloro un poco viendo una película o leyendo un libro y me sirve como desahogo. Pero no tengo “grandes momentos sentimentales” y sé que soy un privilegiado de tantas maneras que me cuesta caer en la autocompasión.
Disfruto de privilegios obvios, como tener un buen trabajo, con la realización que supone, y la certeza de que al hacerlo estoy luchando para mejorar la vida de las personas contra gentuza que se forra a su costa. Lo único que me frustra de mi jornada laboral es cuando no soy capaz de explicar a la sociedad y a determinados grupos políticos el daño que están haciendo a los más desfavorecidos por no apostar por un cambio radical. Me lo tomo como algo personal. Pero, en general, soy afortunado porque me acuesto por la noche sabiendo que los objetivos que persigo tendrían un impacto neto positivo sobre la gente.
Esto, junto con la estabilidad laboral y brillantez de mi mujer, nos lleva a una cierta estabilidad económica. No podemos permitirnos no trabajar, pero en estos momentos no siento una gran inseguridad en este sentido y puedo hacer que mis hijos tengan lo que necesitan. Sin alardes y sin lujo, pero también sin estrecheces. Y mirando hacia Levante, es como para sentirse satisfecho, rozando la culpabilidad.
A estos privilegios le sumo otros obvios, como el hecho de ser, con todos mis defectos, un hombre heterosexual blanco, alto, con todo el pelo y que disfruta de buena salud física y mental. Todo esto lo he discutido mucho a lo largo de los años con amigas y amigos que me han hecho entender hasta qué punto son importantes sin que yo los haya apreciado casi nunca como se merecen. Algunos me diréis que lo de hombre blanco heterosexual con buena salud es importante, rozando lo obvio, y que el resto son chorradas. No lo creo. He hablado con amigos bajitos que me han dicho que les ha supuesto discriminaciones con las que he flipado. Y lo de ser calvo hay quien lo lleva mejor y quien lo lleva peor. Aunque tenga más soluciones que antaño y Turquía sea una opción, supone un complejo para mucha gente.
Pero quiero hacer un aparte con la salud mental. ¿Sabéis por qué es tan fácil ignorarla? Porque todos enmascaramos. Y cuanto menos lo haces, más fácil es todo. Cuanto más mayor me hago, más me doy cuenta de que yo soy prácticamente igual en la vida real y en el fondo de mi cabeza. La persona con la que hablas si nos tomamos un café es básicamente la misma que habla con mi hija, con mi mujer, con mi padre o con mi jefe. No dedico apenas esfuerzo mental a fingir que soy otra persona diferente de la que soy. Porque mi edificio mental encaja en el paisaje y es estable. No sé si es por crianza y educación o por genética, pero nunca he tenido ataques de ansiedad, nunca he sentido deseos de morirme y soy razonablemente feliz. Todo esto es un privilegio cuando te das cuenta de algo que ya sabía el proponente de la Taxiterapia en ‘Días de fútbol’: “La gente sufre mucho”.
El concepto de enmascaramiento es crucial en nuestra sociedad. Hay mucha gente a la que no conocemos. Como canta Brandi Carlile en The Story:
You see the smile that's on my mouth
It's hiding the words that don't come out
And all of my friends who think that I'm blessed
They don't know my head is a mess
No, they don't know who I am
And they don't know what I've been through like you do
(En traducción rápida y no literal: La sonrisa que tengo en la boca oculta las palabras que nunca digo. Todos mis amigos piensan que tengo suerte y no saben que estoy fatal de la cabeza. No saben quién soy de verdad y no saben, como tú, por lo que he pasado)
Podemos enmascarar tristeza, conflicto, éxito o problemas de salud mental. Y podemos hacerlo con notable éxito o sin él. A veces te encuentras personas con las que sabes, desde el primer momento, que estás viendo una máscara. “Candidatos a tener una segunda familia viviendo en el sótano”, los llamo yo. Seamos honestos: la mayor parte del tiempo no sabes qué diablos está pasando a tu alrededor, por más empático que seas. Por eso los vecinos sólo recuerdan que el asesino en serie siempre saludaba y que era majete.
Quien más presuma de sus logros puede sentirse insatisfecho y frustrado. Quien más presuma de su novio puede ser víctima de malos tratos. Puedes expresar odio hacia alguien y amarlo en secreto. Puedes envidiar a alguien a quien haces de menos. Puedes tener una fe sincera y no pisar un templo, o maltratar a tus semejantes alardeando de lo mucho que amas a Dios.
El otro día, cuando escribí sobre Trump, comenté que una de las características que parecían atraer a mucha gente sobre él era su carencia absoluta de filtros y de máscaras. Es como un niño pequeño que no sabe enmascarar. Eso le permite resultar muy atractivo en un mundo como el de la política, en el que todo el mundo finge y la única diferencia es lo eficiente que sea el sistema operativo de cada cuál a la hora de hacerlo. Pero también le hace decir cosas que no queremos escuchar a nadie, incluso si alguna vez, si nuestra brújula moral está de vacaciones, hemos podido pensar algo parecido.
Porque las máscaras que nos ponemos son extremadamente útiles. Tienen un componente más allá de lo social, de pura autorregulación social y personal. Del mismo modo que el famoso ‘fake it till you make it’ supone un buen consejo sobre cómo puedes fingir ser quien no eres hasta que consigas serlo, estoy convencido de que hemos tratado, e incluso querido, a malísimas personas que nunca se permitieron a sí mismos serlo. Se quedaron con la máscara toda la vida. Hay otros que son capaces de ponerse la máscara en casa y no llevarla en el trabajo. O de llevarla con hombres y quitársela con las mujeres. O de tenerla perfectamente colocada todo el día, pero quitársela para encerrar a una mujer en una habitación donde va a obligarle a verle el pingajo.
Como madridista, en la época del eterno debate Guardiola-Mourinho, siempre me resistí a la tesis de que Guardiola era un monstruo pero uno educado, mientras que Mourinho era puro en su tosquedad. Como no puedo leer el corazón de los hombres, la máscara con la que me encuentro al menos es una voluntad explícita de presentarse ante mí de una manera concreta. Es un esfuerzo que se hace para engrasar relaciones humanas y para construirlas. ¿Queremos de verdad saber lo que somos en realidad?
Ojo, que en esto soy más de Rousseau. La paternidad me hizo ver que muchos males del mundo no son innatos sino que se cuelan de manera inevitable en nuestras cabezas. Y lo que muchas veces consideramos “maldad” no deja de ser una combinación entre “diferencia suficiente” y “lo que hace el entorno con ella”.
Soy de Rousseau y también de Ender Wiggins. Aunque su creador, Orson Scott Card, sea un hijo de mil perros homófobo y repugnante, también es una persona que ha contribuido a construir mi edificio moral.
“En el momento en el entiendo por completo a mi enemigo, comprenderle lo bastante bien como para derrotarlo, en ese precisamente momento también lo amo. Es imposible comprender de verdad a alguien, lo que quieren, en qué creen, y no amarlos como se aman a sí mismos. Y en el momento en el que los amo, los destruyo”
Por supuesto, es hiperbólico debido al contexto, pero sus reflexiones son válidas y beben, a propósito o no, de la obra de gente como Spinoza (“Quien vive bajo la guía de la razón, se esfuerza, en cuanto puede, por compensar el odio, la ira, el desprecio, etc. de otro hacia él con el amor o la generosidad”) o Schopenhauer (“La compasión es la base de la moral”) Aunque es también lo bastante original como para comprender que la compasión o la empatía no tienen necesariamente por qué anular el daño sino que, incluso, pueden ser fundamentales para ejercerlo. ¿Nunca habéis hecho daño a alguien a quien queréis de forma genuina con un dardo malévolo surgido de la comprensión profunda que tenéis de él?
Ibelin vivía detrás de una máscara, un avatar detrás del que ocultó durante mucho tiempo su verdadera condición de discapacitado. Eso le permitió ser tenido en cuenta y querido como un igual por una comunidad que lo apreciaba, sin que su gente cercana llegase a comprender hasta después de su muerte su efecto real en el mundo. Detrás de esa máscara escuchó a mucha gente y les ayudó en la medida de sus posibilidades. En un mundo sin muchos recursos dedicados al cuidado de la salud mental, las comunidades de escucha son fundamentales, e intuyo que los modelos de IA diseñados a tal efecto serán capaces de hacer una parte de esta función. Hasta entonces, gente empática como Ibelin son fundamentales para que mucha gente que no se siente escuchada pueda serlo.
Uno de los legados que dejamos como individuos no está necesariamente en nuestros hijos, los libros que hayamos escrito o los árboles que hayamos plantado. En los últimos días, por la DANA, hemos visto claramente que nuestro legado está en el tipo de impacto que decidimos dejar sobre los demás. Y me da igual que sea con careta o sin ella. Como decía Julio Lleonart en Twitter el otro día: “Quiero su dinero”. ¿Vamos a ser protectores empáticos que ayuden a la gente que tenemos a nuestro alrededor y siempre estén dispuestos a contribuir o vamos a difundir odio de forma irresponsable basándonos en nuestras preferencias políticas sin tomarnos un momento para analizar las consecuencias de nuestros actos?
Cuando mi hermano murió, todo el mundo le recordaba como una persona dispuesta a ayudar a los demás. No sólo porque fuese el Papá Noel oficial de la fiesta benéfica Tecnavidad. Sino por algo quintaesencial de su personalidad que sus primos y sus compañeros sabían. Y es que podían contar con él para casi cualquier cosa. Era un buen tipo. Como me pasa a mí, no había diferencia entre lo que mostraba en público y en privado. Simplemente él era mejor persona. Me hubiese encantado que hubiese vivido los años que tenemos por delante porque habría utilizado con inteligencia y bondad muchas de las innovaciones que se nos vienen encima. Pero, por encima de todo, porque hacía que mi vida, nuestras vidas, fuesen mejores.
Por eso nunca fue “lo menos”. Por eso siempre fue “lo más”. Y en algún momento, como sociedad, tendremos que reflexionar por qué una parte de él terminó creyendo que su bonhomía y sus valores no eran lo bastante buenos para el mundo en el que vivimos. Cuando lo que realmente necesitamos es valorar y querer más a toda la gente que es como él. Una de las grandes tragedias de mi vida fue perderlo. Una de las grandes suertes fue tener tiempo de decirle todas estas cosas antes de perderlo. Uriondonsejo del día: no perdáis ninguna oportunidad de decir este tipo de cosas a las personas que hacen que vuestras vidas sean mejores.
Te quiero, enano.