La forja del transporte
En el que me busco excusas para extractar el libro de Arturo Barea porque, admitámoslo, no creo que ninguno de mis hijos tenga paciencia para leer su gran novela.
A mediados de los años 40, desde el exilio, Arturo Barea escribió ‘La forja de un rebelde’. El libro me impactó, pero quizá lo que más capturó mi imaginación fue una anécdota, la de un niño que viajaba en coche de mulas desde la Cava Baja de Madrid hasta Brunete.
Por supuesto, eran los tiempos previos a la generalización de los vehículos de combustión. Pero al chico que hacía buena parte de ese recorrido cada viernes en apenas unos minutos para visitar a sus abuelos en el número 5 de la calle de Peñascales, le fascinaba el concepto de pasar una tarde entera viajando para recorrer lo que hoy nos cuesta apenas 35 minutos. Y eso en un día lluvioso.
De hecho, cuando me preguntan por qué hay tanta gente que coge un FlixBus para ir de Lisboa a París, o desde Barcelona a Milán, es este viaje el que siempre me viene a la cabeza. Y cuando alguien se queja en redes de que alguien está comiendo a su lado pienso mucho en la tortilla del paisano, en compartir el pan y la sal, y en las constantes denuncias de Facua a los festivales veraniegos y los cines que intentan registrarte la mochila.
Y como no puedo describirlo mejor que Barea escribirlo, lo que queda de boletín será sólo la sección (algo recortada), de ese viaje que rodeaba el monte, a falta de M-501, y que convertía lo que para nosotros es una anécdota en toda una aventura.
Le enseñaré a mis hijos este texto e intentaré que miren la M-40, Campamento, Aluche o el Hipercor, con la misma sensación de maravilla que habría experimentado el propio Barea al ver cómo nos movemos y cómo vivimos hoy.
Y, sobre todo, me encantará que, al terminar, me digan que a pesar de todo tampoco hemos cambiado tanto, y que la parte fieramente humana de la cosa sigue hecha del mismo metal.
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De la calle salían los coches a los pueblos limítrofes de Madrid, mediada la tarde, para terminar su viaje en el último pueblo del trayecto, a la luz de la luna. Y en la hora de las despedidas, la calle se llenaba de labriegos cargados de fardos y herramientas y rodeados de sus deudos: las hijas —criadas de servir en Madrid— y los hijos —soldados—. Era un mundo de risas de la gente moza y de llantos de chicos y viejos, en un coro de blasfemias y de picardías como sólo ya se podían encontrar allí, o en los libros tan viejos como la calle.
(...)
Una hora antes de que salga el coche, estamos ya en la posada mis tíos y yo, sentados en un rincón de la taberna, con dos maletas y una cesta al lado. La cesta lleva la merienda y una provisión de agua, porque, luego, no hay en el camino más que agua de pozo. Mi tío ha sacado del bolsillo su grueso reloj de plata que tiene una llavecita diminuta, y ha mostrado la hora a mi tía.
—¿Ves cómo eres una testaruda? Falta aún cerca de una hora.
—Bueno, pero yo ya estoy tranquila.
Yo me he ido a la puerta de la posada donde está el coche, aún sin las mulas, con sus ruedas llenas de pegotes de barro de la carretera. En la acera, arrimados a la pared, están ya esperando la mayoría de los viajeros, con sus cestas y sus alforjas repletas de paquetes.
(...)
Por el portalón de la posada van sacando las mulas dos a dos y enganchándolas al coche. Las de varas entran a reculones en su sitio y quedan sujetas con una gran cantidad de correas a la lanza del coche. Es curioso ver la dificultad que todos los animales tienen para andar hacia atrás.
En cuanto las mulas están enganchadas, el techo se llena de todas las maletas y de todos los paquetes, y la gente empieza a entrar en el coche. Como es natural, mi tía es de los primeros y quiere que subamos también mi tío y yo. Mi tío acaba dejándola allí dentro que gruña, y nos vamos a la pastelería a comprar caramelos para mis primos del pueblo.
Compramos muchos caramelos de menta, verdes, que destiñen y manchan los dedos como si fueran pintura y que escuecen en la boca de fuertes que son. Pero a la gente del pueblo son los que más le gustan. Compramos también un kilo de «paciencias», unas galletas redondas, pequeñitas, del tamaño de una peseta, de las que entran muchísimas en un kilo; nos dan una bolsa grande llena. Llevamos a mi tía los paquetes y vuelve a gruñimos para que nos metamos dentro, de miedo que el coche se vaya y nosotros nos quedemos en Madrid. Mi tío no le hace caso y nos volvemos a la taberna a beber cerveza con limón.
(...)
Por último, montamos en el coche. Acoplarse dentro es un problema. Los asientos están ya llenos, menos el sitio de mi tío, y tenemos que pasar entre medio de todos para llegar allí. Yo me quedo entre las piernas de él y esperamos que el coche se ponga en marcha.
Dentro, el calor es inaguantable, todos apretados en el coche, tan bajo que las cabezas de las personas sentadas dan en el techo. Arriba, están atando los bultos y cargando los que faltan, y cada pisotón del mozo nos llena de polvo y parece que se van a hundir las tablas.
El coche va lleno y el mozo de mulas ha tenido que montarse en la primera mula de la izquierda, porque el cochero lleva a su lado a tres mujeres apretadas como sardinas. Además, en el estribo se han puesto de pie dos hombres, que van hasta Campamento y que han pagado dos reales por ir allí.
Bajamos la cuesta de la calle de Segovia, chirriando el coche: la cuesta es tan pina que los frenos aprietan hasta que no ruedan las ruedas, y aun así el coche se echa encima de las mulas. Algunas veces ha volcado en mitad de la calle y no se ha podido hacer el viaje. Al final cruzamos el puente de Segovia y empezamos a subir la carretera de Extremadura que también es muy pendiente. En el puente de Segovia termina Madrid y empieza el campo.
Esto del campo es una manera de decir, porque no hay más, a los lados de la carretera, que unos arbolitos secos, sin hojas, llenos de polvo, unos campos de hierba amarilla con manchones negros de lumbres, y unas cuantas casitas de traperos, hechas de chapa, con montones de basura a la puerta que huelen hasta la misma carretera.
Dentro del coche, mi tía ha hecho lo de siempre. Cuando el coche ha empezado a andar, se ha persignado y ha comenzado a rezar el rosario.
(...)
La carretera está llena de baches y de polvo; así que el coche da barquinazos y el polvo que entra por las ventanillas forma una nube dentro. Cuando se mueven los dientes, se mastica la arena. Pero el sol da de lleno y no se pueden cerrar las ventanillas, porque entonces nos ahogaríamos. Una de las mujeres se ha mareado ya y se ha puesto de rodillas en el asiento, para sacar la cabeza por la ventanilla y vomitar.
Cuando no vomita, la cabeza le baila en la ventanilla como si fuera la cabeza de un pelele. Cuando lleguemos, habrá echado fuera el forro de las tripas, porque no hace veinte minutos que hemos salido de Madrid y aún tenemos viaje para más de cuatro horas. Yo empiezo a tener hambre, porque no he merendado con la prisa de llegar al coche y no tener asiento.
Se lo digo a la tía, y se enfada. Me dice que me espere a que termine el rosario; y le falta más de la mitad. Enfrente de mí va el hombre gordo. Ha sacado una libreta (NdU: pan de una libra) con una tortilla dentro que huele muy bien. Va cortando trozos con la navaja y se los va comiendo, y a mí, de verle, me entra un hambre feroz. De buena gana le pediría un cacho. Vuelvo a pedir la merienda a mi tía, pero ahora en voz alta. Si no me da de merendar, seguro que este hombre me da un cacho de tortilla.
Quiero enfadarla y que no me dé la merienda, porque lleva pan y chocolate y lo que yo quiero es tortilla. Mi tía se enfada, me da un pellizco en el muslo, y no me da de merendar. El hombre gordo corta una rebanada de pan muy grande y un cacho de tortilla que parece medio ladrillo, y me los da. Mi tío deja que los coja y, además, le regaña a mi tía. «Siempre tienes que hacer el ridículo.» Entonces mi tía saca el pan y el chocolate, pero ahora no los quiero. La tortilla está estupenda y el hombre me da además unas rajas de chorizo.
(...)
Estamos bajando la cuesta del río Guadarrama, un río que le pasa lo que al Manzanares, que no tiene agua, nada más que arena y un arroyito entre juncos. La cuesta baja dando vueltas desde Móstoles hasta el río y luego hay que cruzar un puente de madera muy viejo, donde la gente tiene que apearse para que el coche no pese y el puente no se hunda.
Después viene otra cuesta larga que termina en Navalcarnero.
Cuando se pasa por Móstoles, se encuentra en la plaza un monumento en construcción, lleno de andamios y tapado con una tela blanca. Es una estatua que están haciendo al alcalde de Móstoles para inaugurarla el año que viene, que es el centenario de la guerra de la Independencia.
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Cuando llegamos a Navalcarnero, mi abuela Inés nos está esperando. Hay allí una posada y el coche cambia las mulas. Mientras, la gente cena en la posada, bien las cosas que lleva o bien la comida que hacen allí. Nosotros tenemos merluza frita rebozada y chuletas empanadas con pimientos fritos, y como nos hemos comido la tortilla del hombre gordo, mi tío le invita. Tenemos también café puro que ha traído mi tío en una botella envuelta en muchos periódicos y que todavía está caliente.
Llegamos a Brunete a las diez de la noche, yo completamente rendido y con ganas de acostarme.
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