Elogio de los hombres grises
En el que hablamos de un libro pequeño y de vidas grandes. ¿Puede brillar el gris? ¿Es aspiracional la discreción? ¿Tenemos que ser gurús de todo?
En estas fiestas me he bebido ‘El Plagio’, de Daniel Jiménez. Una novela autobiográfica, una crónica familiar intimista sobre cómo los directivos que presuntamente robaron a su padre la idea de El gran juego de la oca transformaron al hacerlo la vida del autor y de todos aquellos que le rodeaban a lo largo de toda una vida que se quedó por muy debajo de las expectativas generadas.
Es una novela preciosa y muy cortita que me ha recordado bastante a ‘Libro de Familia’, de Galder Reguera. Quizá no es tan redonda, porque Reguera es un puñetero genio, pero hay que reconocer que tiene un material de partida muy superior, con una historia tremenda de fama agostada, traiciones y empecinamiento. Por gustarme, me ha gustado hasta la edición, a cargo de Pepitas de Calabaza, una editorial riojana surgida con los últimos coletazos del movimiento insumiso hace ya un cuarto de siglo y que, como dice en la contracubierta, tiene “menos proyección que un cinexín”.
En ambos casos se habla de la figura del padre. Ausente, en el caso de Galder. Omnipresente, para Jiménez. Si Reguera tuvo que descubrir sus raíces, Daniel aprendió a sobrevivir a los éxitos y a los fracasos del suyo. Es curioso cómo nos afectan nuestros padres, cómo nos configuran. Me acuerdo mucho de un amigo que siempre me decía que su padre fue el verdadero inventor de los ‘Toi’ que se hicieron plaga en los años 90. Genio y figura entre pelotazos noventeros, mal empresario y peor padre, o al menos para sus primeros hijos. Hoy mi colega tendría material de sobra para escribir una novela que haría juego, perfectamente, con las arriba mencionadas.
Estaba terminándomelo en una cafetería cuando ha llegado una de las pocas personas del mundo que me ofrece desayunar a las 8 de la mañana el tercer día del año. Un tipo razonablemente forrado que no sale en los telediarios. Ni falta que le hace.
Hablando con él, me doy cuenta de cuánto respeto siento por algunos señores grises. No los que robaban el tiempo de Momo. Sí los que eluden la brillantina y los focos y se centran en hacer lo que Mariano Rajoy llamaba “cosas”, con esa claridad patana que aún hoy le caracteriza.
También me hace pensar en cuánto daño ha hecho que los CEOs quieran ser gurús a toda costa. Que las compañías que deberían ser transparentes para sus clientes se empeñen en brillar por cosas que no tienen nada que ver con su actividad. En todos esos intentos de definir en las compañías “misiones” cada vez más genéricas. Puede estar bien si te sirve para enfocarte, pero si abres demasiado el obturador corres serios riesgos.
Objetivamente, puedes decir que la “misión” de una churrería puede ser la de “acabar con el hambre”. Pero cuando pienso en una que ha tenido éxito, no se debe a nada parecido, sino a algo mucho más sucinto: “Vender patatas en latas chulas y petarlo en tu ciudad y en Corea del Sur”.
Quien se dedica a la Comunicación vive, a menudo, de hacer que la gente brille. Pero conviene medir muy bien a las personas para entender por qué pueden destacar y si sirve a sus objetivos hacerlo más o menos, de un modo u otro. Si el CEO de Bonilla a la Vista empezase a intentar destacar promocionando el Metaverso o los NFT, por ejemplo, tendría serias dudas sobre su cordura.
Lo más importante es no olvidar que lo gris también puede brillar. Puedes conseguir un color acero deslumbrante. No necesitas adornar con ‘palabros’ de moda y debates que les son ajenos las virtudes de estas personas, a menudo enfocadas y concienzudas, incluso aburridas para los más ajenos a su campo de actividad. Simplemente déjales ser quienes son delante de las personas adecuadas, aquellas que por sus hechos las conocerán y que no se dejan distraer.
El camino de Johan
Muchos hombres grises inteligentes a los que conozco tienen un propósito común: dejar de trabajar o empezar a trabajar mucho menos, pero ganando cada vez más dinero. Seguir lo que yo llamo ‘El camino de Johan’. Me refiero, por supuesto, a Johan Andsjö, el padre de Yoigo.
Un tipo que, después de estar en los focos durante años como consejero delegado, tanto en España como en Suiza, donde convirtió Orange Suisse en Salt, pasó a trabajar para el fondo EQT, a quien ha asesorado en operaciones como la de Adamo, en España, o Melita, en Malta, de la que actualmente es consejero. No quiero ni pensar en la plata que tendrá ya. Y os aseguro que vive como quiere. Qué gran expresión esa de “vivir como se quiere”. Qué difícil parece.
Veo a muchos directivos de éxito seguir rutas parecidas, que les alejan del poder aparente y les acercan al poder real, a menudo de la mano de grandes fondos. Cuanto más mayor me hago, menos pienso en perfiles más vistosos como el de Meinrad Spenger, de MásMóvil, y más en factotum menos conocidos por el gran público pero a la vista de quienes saben, como Josep María Echarri, de Inveready.
La vida me alejó de ese camino cuando opté por el periodismo, una carrera que se sustenta en la marca personal y un poco en la pobreza. Una que además, para muchos de sus practicantes, consiste en figurar a toda costa. Philip Roth dijo que la discreción no es para los escritores, y probablemente esto se extienda a cualquier forma de ‘plumillismo’. Tanto es así que, cuando me pasé a la comunicación corporativa, un head hunter me dijo que no era su primera opción para el puesto para el que competía porque, en sus propias palabras, no sabía si tenía la capacidad de ponerme de perfil y dejar que fuesen otros los que brillasen.
Me marcó tanto que en los últimos años he trabajado cada vez más orgulloso en la faceta gris de mi actividad, en dejar que la brillante persona para la que trabajo tenga el crédito que se merece procurando no salir, ni al fondo, en las fotos. Reconozco que también estoy disfrutando de facetas menos relacionadas con el “comunicar” y más relacionadas con el “hacer posible”.
No sé si toda mi vida irá en esa dirección, la verdad. Porque si algo aprendí el año pasado es que las constantes son mentira fuera de las matemáticas. Pero quede constancia aquí de mi respeto por gente que piensa, hace y construye cosas sin buscar titulares. Por el éxito personal o profesional que no verás en los papeles. Por vidas productivas y quizá felices sobre las que nadie escribirá jamás un libro como ‘El Plagio’.