Tommyknockers todo incluido
En el que hablamos sobre el pensamiento colectivo, las ventajas de integrarse en la masa y sí, de las vacaciones.
Todo el mundo tiene unas vacaciones perfectas. Para algunos, se trata de viajar y de que te muerda un mono en Tailandia. Exótico y cansado. O de quedarte atrapado en una cola en Roma o en Santorini. Agotador y poco productivo. No juzgo ninguna de ellas. He hecho ese tipo de cosas. Pero para mí, con muchos años de viajes en cada pierna, las vacaciones no consisten en viajar, sino en descansar a mi manera. A ratos disfrutando de un clima más humano en el paraíso natural que es Asturias. Y cuando puedo permitírmelo, haciendo que mi mente se integre en colectividades perezosas, reduciendo al máximo sus necesidades de mantenimiento.
Este año se dio la casualidad de que mi tiempo asignado de asueto coincidió con mi relectura de un viejo libro de Stephen King, ‘Tommyknockers’. Para quien no lo conozca, es la historia de cómo la casa encantada más antigua del Universo, una nave especial enterrada, termina infectando a los desprevenidos habitantes de un pueblecito de Maine.
Sus habitantes, algo peor retratados que en ‘Salem´s Lot’, ‘Needful Things’ o ‘Under the Dome’, pero siempre interesantes, adquieren sorprendentes habilidades a medida que se expande la contaminación y, poco a poco, se van convirtiendo en una peculiar tribu alienígena que comparte una mente colmena. Con todo, la descripción de un pueblo lleno de ‘idiots savants’ que construyen rayos de la muerte y robots asesinos utilizando pilas de Duracell me sigue pareciendo un despliegue colosal de talento -aprovecho para reivindicar que en lugar de ‘idiot savant’ en castellano usemos ‘monosabio’, un término taurino que encaja como un guante-.
El libro no es de los mejores de King, ni mucho menos. El propio autor ha reconocido en ocasiones que fue el último que escribió antes de desintoxicarse. Pero dado que es un retrato de las adicciones y del desvanecimiento del “yo”, en realidad tiene sentido que lo escribiese puesto de sustancias hasta las trancas.
Los protagonistas son Bobbi Anderson, una escritora de westerns que descubre el extraño artefacto y se pone a desenterrarlo, y Jim Gardener, un poeta alcohólico con fobia a @operadornuclear que cree que los avances que ofrece la nave espacial pueden llevar a detener el reloj del Juicio Final. Nótese las gónadas inmensas del escritor a la hora de escribir un libro sobre un platillo volante fantasma. En esa época le salían bien hasta las chorradas más grandes.
La masa de la pulserita
A medida que iba leyendo cómo Bobbi Anderson y el pueblo de Haven iban experimentando lo que supone convertirse en parte de un verdadero yo colectivo, mi cerebro se iba incorporando a las fastuosas rutinas de la pulserita. Te levantas temprano, desayunas, vas a la piscina, a la playa o de excursión, vuelves, comes, echas la siesta, otro rato de piscina o spa, cena, actividades colectivas que no te requieren ningún esfuerzo, un rato en familia y te desplomas a las diez y media de la noche, hora canaria. Todo en un ciclo organizado y del que todos formamos parte.
No es la primera vez que lo hacemos, pero ha sido una de las mejores. El Hotel Beatriz Costa&Spa está en un proceso complicado y, no sé si por eso o si por casualidad, conseguimos un precio ventajoso para tratarse del mes de agosto. Ningún chollo, pero algo razonable. Hace no mucho, el fondo GuideBrigde Capital se hizo con la veterana cadena, fundada por el empresario talaverano Justino Pérez Sánchez en 1987. Y está el hotel en esa situación liminar en la que se nota que va a pasar algo pero no ha sucedido todavía.
Faltan claramente algunas renovaciones y, por las cosas que escuchas de refilón, cunde cierta intranquilidad entre el personal. Pero llevan todos tantos años haciendo su trabajo que la cosa ha terminado saliendo muy bien. Intuyo que en perfecto estado de revista quizá nos habría salido todo mucho más caro. Y que no habríamos podido permitírnoslo.
Me gustó leer a Maruja Torres en La Vanguardia mencionando en una entrevista de pasada que todos los años se hospeda en el Hotel Fruela, de Oviedo. Así que me puse a pensar para mis adentros en que, si ningún problema, me haría cliente habitual de la tal Beatriz. A diferencia de la de Dante, es imperfecta y terrenal, pero nos ha gustado su ausencia de divismo. Paraíso para todos.
Además, profeso una reconocida admiración por los artistas de temporada que se recorren los hoteles y que lo mismo te hacen un recorrido a guitarra por clásicos pop, que se marcan un homenaje perfectamente digno de la obra de Elton John. Números dedicados a Cuba con exgimnastas y malabaristas. Un homenaje de flamenco fusión que probablemente tenía su origen en un un grupo de chavales que aprovechan lo aprendido en el conservatorio para hacer el verano. Ese artisteo real de currelas que si fueran a haber sido estrellas ya lo habrían sido, para un público que apenas tiene cerebro como para aplaudir en condiciones. ¿Dónde viven? ¿Cuánto les pagan? ¿Se lían entre ellos como en Dirty Dancing? ¿Y con los clientes? Sólo ahora me hago esas preguntas. Allí no, allí les aplaudía con una sonrisa tontorrona y el cerebro en modo avión.
La comida era todo lo que exijo de un sitio así. Variedad suficiente en el bufé, vegetales en perfecto estado de revista para mantener la dieta, proteínas a todo trapo y la convicción de que, aunque los postres tengan muy buen aspecto, probablemente no sean lo bastante buenos como para justificar volver a casa con la aguja de la báscula marcando una cifra que esté por encima de la que había cuando saliste.
Las piscinas estaban ocupadas pero no saturadas. Había suficientes tumbonas como para no tener que matar a nadie y el hotel amenazaba con claridad de que la reserva no formaba parte de las reglas del juego. Los refrescos eran de la Coca-Cola, lo que me evitó tener que elegir entre agua con gas y Pepsi. ¿El alcohol? Ni idea. Más allá de alguna piña colada puntual en raciones discretas, mi cuerpo ha sido un templo. Un templo fofo, pero templo. Nada era perfecto. Poco original. Cero estrellas Michelin. El resort era la nave de Wall-E con pistas de tenis. Y, cuanto más lo pienso, más creo que volvería cada año con los ojos cerrados.
Tardaré al menos uno o dos meses en volver a caer en los malos hábitos, casi siempre provocados por el estrés que me produce que el ministro Óscar Puente siga sin abrir a la competencia, a las pymes y al sentido común el sector del autobús interurbano en España. Por ahora, sigue en manos del mismo puñado de burócratas que le siguen el juego a la burocracia franquista cachopera desde hace un siglo. De hecho, releo la frase anterior y me entran ganas de comerme dos dónuts. Ningún trabajo me ha estresado tanto porque nunca he tenido tan claro que los malos son los otros. No dejo de preguntarme por qué nuestros políticos no lo ven más claro. O a cambio de qué.
Sea como sea, mi descanso me ha hecho regresar con más energía, ganas de cambiar las cosas y con un regalo inesperado. Como mis hijos ya van ambos al instituto, me necesitan menos y puedo madrugar para ir al gimnasio y adoptar rutinas más sanas. ¿Será el comienzo de algo o los monstruos malsanos del autobús terminarán con mi buena voluntad?
Para qué sirve un balcón
El resort tiene, además, algo glorioso para alguien como yo. Es más fácil que tu conciencia se disuelva si no estás rodeado de españoles. Con una mayoría clara de extranjeros, todo el mundo nos confundía a mi mujer y a mí con ingleses o alemanes. Diría que hasta otras familias españolas nos veían como gente diferente y exótica. Durante unos días, soy un personaje de Juan José Millás creyendo a medias que es otra cosa.
Nos separan algunas cosas de los ingleses, quede claro. No sólo porque conozcamos el correcto funcionamiento del balcón como lugar en el que pasar la noche al fresco, tender la ropa o mirar las estrellas. También porque hemos sido casi abstemios, lo que se estila poco entre el resto de huéspedes, o porque no creemos que el concepto de “vestirse para ir a cenar” incluya como alternativa las equipaciones completas de tu equipo de fútbol favorito. Si no eran copias de bazar, cualquiera costaba más que todos mis outfits juntos. Pero se me haría raro ir a cenar vestido como un jugador del West Ham.
Así pues, me ofrezco a volver cada año y ser después el bardo de los masajes de 45€ y los granizados de limón en la piscina. El defensor de los chorros de agua con adoquines descascarillados y los baños turco de comportamiento impredecible. El abogado de los transfers a la playa. El paladín de las excursiones en catamarán a la Graciosa o el protector del secreto de la Cueva de los Verdes. El superhéroe de lavarse los calzoncillos con Norit en el baño.
Mientras esperábamos al simpático encargado de venderte las rutas por los Jameos del Agua o las experiencias de buceo, me encontré con José. Un tipo que lleva ya 14 años visitando Lanzarote casi del tirón. Y encantado de la vida, oigan. Después de una semana deshaciendo mi cerebro como un azucarillo entre gente que lo deshace con aguardiente, quiero ser como él dentro de unos años.
Porque, además, la gente “de verdad” es maravillosa. No me cansaré nunca de decirlo. No estás gordo de verdad si estás rodeado de ingleses o alemanes de cualquier edad. Fuera de Instagram, todo el mundo es normal. Unos son más guapos y más feos. Pero no todo parece un concurso de descubrir si la chica con la que va es la novia del señor o su hija, como suele pasarme en destinos más fashion. Aquí, muchas veces, no sabes si la compañera de un señor es su mujer o su madre. Es como ir por La Vaguada y que todo el mundo esté desnudo. Como ir al café de Doña Rosa, de La Colmena, y colocarle un bufé y bañadores a los parroquianos.
Quiero dos hamacas y sombrilla en la playa a 15€ la jornada. Quiero que mi hijo aprenda a jugar al mus rodeado de su familia y obligarle al bar a rellenar las botellas de agua. Comprar aloe vera que no me pondré, tomar papas arrugadas con mojo y permitirme una dosis de Munchitos, el diabólico y prohibido snack canario cuyas restricciones geográficas me han separado hasta ahora de la obesidad mórbida.
No quiero ser el individuo que se hace las mejores fotos y sale el más guapo en las fotos. Quiero hacer a mi mujer y a mis hijos instantáneas cutres de las que nos vayamos a reír en unos años. Quiero que me hagan las camas y condicionar mi presencia en la habitación al horario de la camarera de piso.
Por unos días, todos los años, quiero ser un Tommyknocker y soñar los sueños de los demás. Pensar que en unos días tengo que volver a Manchester a seguir trabajando en el pub. O a Hamburgo a diseñar páginas web. Quiero ver a gente aburrida y aburrirme en ocasiones. Borrar el Marvel Snap y vaciar la cabeza de autobuses y series de televisión.
Si estoy escribiendo es porque ya estoy en casa. Vuelvo a ser una persona y no cientos. Y echo de menos el viento en mi cara y jugar a Andresito Karateka en la piscina salada. Que mi hija me pida a toda costa que pasemos tiempo juntos en lugar de buscar planes para estar siempre en otro sitio. Y quiero tener siempre tiempo y fuerzas para hacerle caso sin protestar demasiado.
Echaré de menos la nave. Echo de menos a mis criaturas espaciales. Echo de menos no ser yo, sino todos. Os echaré de menos, amigos Tommyknockers.